20 de agosto de 2013
Cementerio de Caballos en los 1800:
Cuentan los más viejos, que cada noche de luna llena muy a lo lejos se escucha, confundido entre los lamentos del viento, el estridente relincho de varios caballos que alguna vez pisaron las arenas del Hipódromo de Monterrico. Cada madrugada, cuando el ébano se apodera de la majestuosa luna, esta ilumina con un manto plateado la arena que se confunde entre las barandas y los árboles que rodean el inicio y el final de la senda, ocultando las velocidades de los caballos que pocos, pudieron volver a deleitarse con sus hazañas; Aquellos pura sangre que lo dejaron todo en la pista…, hasta la vida. Solo una vez, el más viejo de los vareadores y que no hace mucho se unió a sus caballos, con fusta en mano y rienda suelta, supo caminar por aquella senda de arena en el poste de los 1800mt, donde alguna vez y hasta hoy en dia, cobija al más gallardo de todos los cuadrúpedos pura sangre de carrera. Cuentan que el frio era intenso y calaba sus huesos, pero con titilar hemistiquio, seguía avanzando mientras la fina garua empañaba sus enormes lentes que protegían sus desgastados ojos. Pausado y trémulo, caminaba en la arena que hundía sus pies, reclamando sus ya desgastados huesos; sus oídos que a cada paso que daba le dejaban escuchar de pronto el aletear de un ave y el chasquido de un grillo que a lo lejos y ha lo cerca se escuchaba, sin poder saber de dónde provenía. Su mano derecha aferraba firme como una empuñadura, una botella de cañazo, que a cada paso bebía para armarse de valor y calentar su avejentada humanidad. Pasaban los minutos y la densa garua se hacía más fuerte, el viento que soplaba desde el sur lo empujaba hacia las caballerizas cada vez con más fuerza, impidiéndole el seguir avanzando. Pero él se aferraba más y más, no podía esperar otra luna llena, la vida, no le regalaría esta preciada oportunidad para saber que misterioso embrujo escondía, el poste de los 1800. Su padre quien había nacido en el hipódromo de san Felipe, paso el resto de su vida en Monterrico enseñándole el oficio del vareo y en los días previos a su muerte, aquejado por una dolencia que ya los galenos le habían anunciado, en su última luna llena, salió de su corral con la firme convicción de encontrarse con su mejor caballo, con quien supo ganar muchos premios, dejando la vida como muchos y ganando como pocos. Así tomando un buen sorbo y temblando por el frio, siguió luchando contra las desavenencias del clima y los miedos de su alma tórrida que se aliaba a la luna llena, mientras soportaba los fuertes enviones del viento, que confabulaban en el misterio de la noche ocultando aquella figura de 500 kilos que resoplaba con el céfiro, agitando sus manos, esperando la partida un minuto después de las doce. Casi embriagado por el miedo y apenas media botella vacía, las piernas se le volvieron más pesadas y los pasos más cortos, la arena lo seguía reclamando y de tumbo en tumbo se decía – debo llegar, debo llegar – aferrándose más a su fusta y recogiendo el cabestro de sus riendas, que se enredaba entre sus piernas. Una silueta se vislumbró en aquella penumbra de luz plateada, con la luna y su manto en todo su esplendor muda lo miraba,… y de pronto la lluvia seso y el viento amaino, el viejo dejaba ver en su rostro aquellos surcos que la rastra de la vida le habían marcado; arrodillado y cansado escuchaba el fuerte latido de su corazón, sintiendo salírsele del pecho, haciéndose su respiración más agitada y con el temor por lo desconocido respiraba con mayor dificultad. Sus ojos desgastados y sus lentes empañados apenas dejaban ver una hermosa figura, con una crin bien peinada y una hermosa cola que se agitaba con cada paso, el pecho hinchado y la cabeza erguida, la mirada puesta al frente de sus ojos, veía que se acercaban cada vez más y a su lado, rascando con el casco de su mano, lo forjaba hacia sí, invitándolo a subir a su lomo para juntos recorrer por última vez aquella arena que lo hiso famoso, pero esta vez con quien lo cuido y lo alimento, y lo lloro. Cuentan los más viejos que el vareador que se unió no hace mucho a sus pencos, no sintió más sus piernas pesadas y que su corazón latía emocionado como aquel día que por primera vez se subió a un caballo, y con la fusta en la mano y de las riendas bien sujeto, se empleó sobre su caballo al vuelo para galopar juntos toda la vuelta, agarrando velocidad al pasar por las tribunas entre gritos, chasquidos y vitoreo de aquellos que alguna vez llenaron las graderías y los palcos para aplaudir a su caballo favorito. Cuentan los más viejos que con cada luna llena, se escucha a lo lejos el relincho de algún caballo y el galopar fuerte y sincero del mejor de los pura sangre que viene a reclamar a quien lo cuido y lo alimento y lo amo, pasando por el poste de los 1800, para desvanecerse confundido con el sonido del viento y el garuar de la noche.
Por: Esteban Gagliardi.
Foto: Esteban Gagliardi |
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