Lima, 05 de diciembre de 2013
Siempre me encantaron los
colores de los caballos que veía por los valles sureños de mi tierra natal
Cañete, reverdecidos y coloridos, bañados por el suave rocío matinal y
bendecidos por las frescas aguas del rio Cañete, que bajando desde Pacaran y atravesando
Lunahuana, culminaba su recorrido en las cálidas playas de San Vicente.
Con apenas 5 veranos en mi
haber y muchas energías por derrochar, siempre anhele vivir en las praderas,
correr por los sembríos, robar alguna que otra sandilla del huerto vecino y
disfrutar de la jugosa y refrescante fruta con algunos amigos “Palomillas” –
como nos decía mi padre – y regresar a casa al atardecer, preocupados por los
correazos que nos caerían en las piernas descubiertas y picoteadas por los
mosquitos del campo.
Recuerdo un caballo de color marrón
pastando en las chacras de algodón y maringol, y me encantaba el solo mirar y
el desear estar cerca de él, pero de pronto veía otro caballo de color caramelo
con su cabello rubio, lo que me recordaba a mi padre, que aunque curtido por
los años vividos en la hacienda, con el pelo cano y cenizo, este alguna vez lo
tuvo rubio, siendo sus ojos azules lo
que más lo evidenciaban.
¡Hoy no saldrán a la calle! -
me decía mi madre – papá ¿podemos ir a jugar al parque? – Dile a tu mamá – nos contestaba
el viejo. Castigados sin más remedio por las travesuras del día anterior, mi
hermano y yo sentíamos la necesidad de hacer algo, los brazos de los sillones
forrados en cuero, cuarteados por los años, ya no nos eran permitidos
montarlos, ni para arrear al ganado, ni para luchar contra los indios. Habíamos
sido vetados por la más alta autoridad de la casa y de quien dependía nuestra
libertad callejera, ya que para mi padre, no había permiso que consiguiéramos, pues
no gustaba de vernos mataperrear en las rúas del pueblo y regresar con las
rodillas negras y arañadas, con las uñas llenas de mugre y la cara tan sudada,
que hasta nuestro cabello de puros rulos, terminaba siendo un amasijo de pelos,
que albergaba liendres y piojos que cotidianamente nos compartían nuestros
amiguitos del valle, “Los Palomillas”, como mi padre les decía.
Aquel día, el patio de la casa
se tornó en nuestro escenario y debajo de la ramada encontramos un par de
escobas de paja, de esas que hasta el día de hoy vemos, más gastadas de un lado
de la paja, asemejando la cabeza de un caballo y, sin mediar mayor
inconveniente, me monte en ella, comenzando
a cabalgar cada uno con su corcel, libres como el viento, libres hacia el
horizonte, y el sonido que salía de nuestras bocas….chukutun, chukutun,
marcaban el paso de nuestro andar. De pronto jalábamos de las riendas al
caballo para detener nuestro galope y este relinchaba parándose en dos patas,
para anunciar su llegada. Su presencia altiva y señorial, su color caramelo y
su pelo rubio, me hacían llamarlo Tigre, siendo Roy Roger mi nombre adoptado y
nuevamente emplazábamos hacia el contorno del patio, sorteando el carro viejo y
abandonado, un Cadillac negro, del cual muchas veces lo usábamos de diligencia,
pero ahora, el contacto con nuestro caballo era más que estupendo, era magnífico.
El poder correr por cualquier parte, el sentir el viento rosar nuestro rostro, y
el saltar los obstáculos, era toda una aventura quijotesca, que nos permitía
dejarlos en la puerta de ingreso a la casa, pastando y bebiendo agua, a la
espera de que nuevamente nos uniéramos en uno solo, cabalgando hacia el ocaso,
en una tarde de verano; un estío que llegaba cada vez con más calor, haciéndonos
sudar hasta quedar empapados, aliviados tan solo por una fresca limonada recién
hecha en casa.
¿Mi Escoba…? preguntaba mi
madre, - Mi Caballo… está en el patio le contestaba. Y mirándome fijamente y
con la ceja levantada, - Uhmmm - asentía
con una mueca entre labios y la tomaba para seguir barriendo la casa y el patio
de atrás, escenario de nuestra hidalga cabalgata. ¿A quién le toca comprar el
Pan? Decía a lo lejos mi madre y siendo viernes, era mi turno de ir hasta la panadería
La Suprema, a dos cuadras de la casa, pero ¿Cómo iría?, Mi Caballo en ese
momento era la Escoba de mi madre, ¿cómo decirle que para poder hacer el
mandado? debía hacerlo con mi corcel color caramelo, con el pelo rubio como el
de mi padre. Cruzar el valle sin sentir la brisa recorrer mi rostro y cruzar
los ríos turbulentos sin mi compañero de aventuras, me hacían presagiar una
pavorosa angustia de tener que caminar por la vereda de cemento y cruzar la
pista de asfalto. Basto un descuido de mi madre para que al sacar de su mandil
el sencillo para el pan, sin pensarlo dos veces, pudiera tener entre mis manos a
Tigre y salir raudamente hacia el valle, con el sol a mis espaldas, escuchando
a mi madre llamarme por un nombre que ya no era el mío, pues montado en mi
corcel de color caramelo con el pelo rubio, como mi papa, mi nombre era ahora
Roy Roger.
La navidad estaba cerca y la
lista de Papa Noel era cada año más larga, pues llevábamos la cuenta de los
regalos que no nos llegaron la navidad anterior, más lo de esta nueva
natividad. ¿Quién de niño no ha querido una pelota?, un carrito, un juego de
playa para escarbar en la arena, una ropa de baño nueva, para no usar la del
primo mayor, o la del hermano que ya adolescente, por allí mi madre había conservado
tu traje de playa.
Esta navidad apenas era la
sexta que viviría, pero la única que recordaría con tanto cariño, pues mi carta
llego a los ojos de Papa Noel, que aunque seguía quedando pendiente muchos
pedidos anteriores, esta vez cumplió todas mis expectativas; en la sala y al
pie del árbol navideño encontré el regalo más grande que habría podido recibir ¡Un
Caballo! Y era como me lo había imaginado, de color caramelo y con el pelo
rubio, llevaba unas riendas de cuero que salían desde el filete y adornaba su
hermosa cabeza y su crin…, tan larga que me hacía cosquillas en las manos, su
mirada era tan tierna y sus orejas apuntando hacia mí, se mostraba atento a
toda reacción llena de emoción. Sin pensarlo dos veces me monte en él y comencé
a cabalgar por toda la casa, feliz con el regalo que mis padres me habían dado,
me deslizaba sin dificultad por el piso
de madera en la sala y afirmándose mejor, en el piso de tierra del patio, bajo la ramada; es que las rueditas apostadas del otro
extremo, hacían contacto con el suelo y me permitían poder correr a mi gusto.
Con apenas seis años de vida, había
logrado tener lo que otros aún siguen soñando u otros recuerdan con agrado,
como parte de su niñez, pero esa es mi historia y ese era mi caballo.
Mi Escoba…Mi Caballo.
Por: Esteban Gagliardi
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