Lima, 09 de diciembre de 2013
Una Historia de Niños
La capital…, tierra soñada por
muchos que vivimos en provincia y, añorada por quienes regresaron de ella para
mimetizarse con sus campos y sus ríos de infancia. Tierra de oportunidades, de
progreso, de plusvalías y de sacrificios.
Eran tiempos difíciles y el
gobierno se adueñaba de las tierras de los hacendados, “LA TIERRA ES DE QUIENES
LA TRABAJAN”…decían, yo solo recuerdo contar las líneas blancas intermitentes
de la autopista sur, una a una sumaban más de 500… y seguía la cuenta. Nunca
pude ver el camino de venida, nunca deje de mirar hacia atrás, pues sabía que
no regresaría en mucho tiempo y cada paisaje verde, colorido, florido y bañado
por el suave rocío matinal, a cada línea se volvía más gris, más desértico. Viajando
en la cajonera de un station wagon, junto con mi compañero de polentas, de
travesuras aquellas, que nos marcaban las piernas, contador de proezas
obtenidas, por las correas de cuero que premiaban día a día nuestras
interminables travesuras, callados y absortos nos encontrábamos temerosos por
saber que destino tendríamos.
Siempre fuimos aunque
traviesos, buenos muchachos, tranquilos y educados; nos ganábamos los halagos
de las tías y amigas de mi madre – ¡Que lindos muchachitos! -, y esas palabras
nos traían a la mente las sabias palabras de mi madre que nos aconsejaba antes
de salir de casa a visitar a la familia capitalina – ¡Ay de ustedes que se
porten mal…! Estando en casa de la tía, nunca dejamos de ver esa ceja izquierda
levantada de mi madre, señal de advertencia, señal de peligro, señal de que ya
nuestras marcas en las piernas aumentarían…
Atrás quedaron los pantalones
cortos y las rodillas sucias, el esfuerzo de la familia por querer salir
adelante, nos obligaba a usar pantalones largos y decentes, pero con 8 años, ¿quién
se estaba quieto?
Un tercer piso de un edificio
del distrito de Jesús María fue el destino final al que llegamos a vivir en Lima,
un departamento en los suburbios con apenas 2 habitaciones, una sala con su
comedor, un solo baño, una cocina y una azotea común en el quinto piso del
edificio, para tender nuestra ropa.
Había que adaptarse y empezar
a vivir una nueva etapa, una nueva aventura; un nuevo giro en la diversión. Ya
no habían campos extensos, pero si un jardín en medio de una avenida, no habían
praderas ni caballos pastando en ellas, pero si, largas y anchas pistas de
asfalto con rugientes y humeantes buses de la línea 48, de un color rojo con
techo blanco, los cuales iban tan veloces como mi propia abuela, cuando nos
correteaba a darnos de cocachos. Alguna vez subí a este transporte en donde horrorizado
vi como a un individuo le faltaba la pierna izquierda y no es que antes no haya
visto esa escena, el terror vino con la idea de perderla ya que era al chofer
del ómnibus al que le faltaba esa extremidad y me jure jamás trabajar como
chofer de estas máquinas humeantes, pues a mí me gustaba mucho correr por el
campo con mis dos piernas.
Solos y sin amigos, en una
casa en que solo mi hermano y yo concluíamos en buscar algún tipo de diversión,
jugábamos en nuestra habitación tiros al arco, solo bastaba una pelota, un
espacio para patear y un arco, el cual quedaba a la altura de la cama de mi padre.
Todo iba bien hasta que mi hermano al no poder hacerme un gol, hiso trampa y metió
un puntazo que elevó la pelota directamente hacia un cuadro de San Antonio,
despedazando el vidrio que lo protegía y ocasionando que nuestro estadio
quedara vetado para siempre.
Una serie de televisión estaba
de moda y nos remontaba a la segunda guerra mundial, llamada “Combate” y siendo
yo el más alto y el que más dotes histriónicos podía realizar, emulaba al
siempre vencido soldado Alemán, haciendo de mi muerte más de un espectáculo circense,
mientras que mi hermano combatía del lado americano. Nuestras trincheras eran
armadas con sillas del comedor, con las almohadas de las camas y con algún que otro
colchón de alguna cama comodoy. El escenario de la batalla campal era siempre
nuestro cuarto, en el que nos encerrábamos mientras mis hermanas veían sus telenovelas
y mi madre renegaba con ellas porque no la ayudaban en la cocina. Todo iba a la
perfección y cada ataque era más progresivo, las granadas que lanzábamos si
bien no explotaban, causaban un dolor en la cabeza si este te caía allí, por
aventurarnos a salir de nuestras trincheras bombardeadas por el enemigo. Un
momento dado vi descubierto al americano enemigo, era mi oportunidad de
vencerlo y dejar de morir siempre como en la serie, tome mi granada en la mano
y la lance como los mejores beisbolistas de la liga americana, cuando de pronto
mi madre abrió la puerta y le cayó tremendo zapatazo en el pecho, y fue tanto
el enojo, que ese día no solo se declaró la dimisión de la batalla y de la
segunda guerra mundial, si no que se declaró la tercera guerra mundial, y ni
americanos y ni alemanes salieron librados, esta vez atrapados de las mechas.
Sin más remedio, nuestra
habida imaginación inmediatamente comenzó a funcionar, nuestra pelota
confiscada, nuestro campo de batalla inclusive se vio amenazado, pero algo
debíamos hacer; el piso de la casa era de parquet y no podíamos correr, pues lo
enceraban a cada rato y si acaso había algún arañón…nuestras mechas serían los
sacrificados. ¿Pero y si hacíamos una carrera? ¿Si nos quitábamos los zapatos y
corríamos gateando?...esa era la solución, una carrera de caballos, el
recorrido seria iniciando en nuestro cuarto, al fondo del pasadizo,
recorreríamos todo el contorno del comedor y de la sala, girando de regreso
para entrar en la habitación de mis hermanas, correr alrededor de las camas,
salir nuevamente hacia el pasadizo y regresar a nuestro cuarto. Mientras uno corría,
el siguiente controlaría el tiempo con el reloj para determinar el mejor tiempo
efectuado determinando quién sería el ganador. Mi caballo alazán se llamaría
Tigre ya que mi hermano mayor, por ser el mayor, tenía la primera opción de que
su caballo se llamara Santorin; que nombre para más raro, nunca imagine que un
caballo pueda llamarse así… ¿Acaso hacia milagros? Solo recordaba que mi padre
nos contaba de las hazañas de un caballo que gano por 13 cuerpos una carrera en
argentina. Todo iba quedando listo, mis
padres salieron ese domingo a visitar a unos familiares y mis hermanas salieron
con sus amigos de la cuadra; mi hermano y yo habíamos hecho un reconocimiento
de la pista y las agujas de un reloj de pulsera, con fondo azul y correa marrón
de cuerina, llevaría el control de nuestro recorrido.
Se dio la partida, inmediatamente
Santorin se aleja por el pasadizo y gira hacia la derecha, toma el comedor al
reverendo galope, estirando las manos y recogiendo las rodillas al golpe del
contacto con el parquet, sigue su curso hacia la sala donde se pierde de vista
y rápidamente reaparece en el inicio del pasadizo, para perderse nuevamente en
el cuarto de mis hermanas…uno, dos y tres segundos, toma la salida y entra a la
recta final rematando con un Rush impresionante que detiene los relojes en la
meta, de la habitación del fondo del pasadizo. Apenas un minuto con treinta
segundos duro el recorrido.
Esta vez era mi turno, solo
había que esperar que el segundero llegara al número doce del reloj
y…arrancaron…rápidamente me fui de punta preso de la ansiedad por correr más
rápido, mis manos soportaban todo el peso de mi cuerpo al estirarme y
recogiendo mis rodillas, golpeaba con fuerza el piso de parquet…no me había
quitado los zapatos y la punta de ellos se atracaban en el piso….dejando una
estela blanca que señalaba el recorrido que iba haciendo. Ya encontrándome por
la sala, comencé a correr más rápido, Salí hacia el pasadizo y tome rápidamente
la curva hacia el cuarto de mis hermanas, recorrí todo el contorno de la
habitación y veía con asombro el desorden de las camas, seguí gateando,
estirando mis brazos y recogiendo mis rodillas, que cada vez golpeaban con más
fuerza el piso de parquet. Salí de la habitación y tome la recta final hacia la
meta en donde veía a mi hermano con una risa burlona, mirando el segundero del
reloj con fondo azul y llegaron…o mejor dicho, llegue; el tiempo fue de horror,
un minuto cincuentaicinco segundos.
Mis manos sucias no fueron
impedimento para que me apoyara en la pared y dejando impresa mi elocuente
marca, me puse de pie para poder tomar aliento y recuperarme de la carrera.
El reto estaba lanzado,
debíamos correr por la revancha, Santorin nuevamente en posición al grito de
¡Ya! Empezó a correr y doblando por el comedor se perdió de vista, hacia la
sala, luego ya estaba de regreso, ya había pasado por el cuarto de mis hermanas
y mis ojos, no me dejaban de sorprender al ver que Santorin cruzaba la meta con
apenas un minuto veinticinco segundos de tiempo. - ¡Yo soy Tigre! - decia, el
caballo Roy Roger, protagonista de grandes hazañas; el segundero marco
nuevamente las doce y partí recto y sin trastabillar, gire rápidamente hacia el
comedor, salí hacia la sala, entro al cuarto de mis hermanas, domino la recta
del pasadizo y comencé a sentir un ardor en la rodilla el cual no le tome en
cuenta y llego a la meta. La risa burlona de Santorin se acrecentaba cada vez
más…y yo más asado porque me daban el tiempo de un minuto cuarentaicinco
segundos. La carrera comenzaba a sentirse, El Derby del Parquet, como así lo recuerdo,
daba visos de complicaciones, no porque tuviera un raspón en la rodilla, sino
más bien, por el hueco que tenía mi pantalón, producto de la fricción con el
piso y la desesperación por querer ganar.
¿Estará haciendo trampa
Santorin? ¿Realmente hará todo el recorrido? O ¿será que se pone de pie y así
corre más rápido?, nunca lo supe, solo sé que cuando me toco nuevamente y por
tercera vez, yo hice trampa, me pare por la sala y corte camino, antes de que
estuviera a la vista, me agache y entre al cuarto de mis hermanas, en donde me
puse nuevamente de pie y sin recorrerlo me di media vuelta y Salí gateando a la
recta final, estirando mis manos y golpeando mis rodillas con el piso, pero el
resultado siempre fue el mismo, Santorin terminaba por ganarme con apenas 3
segundo de diferencia esta vez.
El Gran Derby del Parquet me
dejo grandes recuerdos, por tres veces, Tigre fue derrotado por Santorin y
ambos fueron premiados con un par de correazos, uno por arañar el piso de
parquet de la sala y otro por agujerear los pantalones a la altura de las
rodillas. Pasaron algunos días y esos mismos pantalones tenían ahora un parche de cuerina, que nos protegería las
rodillas, al menos por un tiempo, pues de pronto estas nuevamente presentarían
huecos en el cuero y debajo de ellos, nuevos huecos en el pantalón…El Derby del
Parquet se repitió tantas veces, hasta que por fin…nos dejaban salir al
pasadizo del edificio.
Hoy en día vemos a tantos
niños jugando en sus habitaciones, jugando futbol, jugando a la guerra y a tantos
otros juegos por computadora. Hoy en día es tan común ver caminar en la calle a
grandes y chicos con los pantalones rasgados y las rodillas expuestas que me
hacen recordar aquella niñez en que sin pista de competencia ni caballo que
montar, tuvimos la grandiosa oportunidad de correr nuestro propio Derby….el
Derby del Parquet.
Por: Esteban Gagliardi